viernes, 3 de febrero de 2012

Pasiones públicas y cocteles privados

 

Por Arturo Alvar

En estos días de ajetreos citadinos, se me ha desprendido un libro en dos partes, más por el azar de una vida ruda, llena de libreros y manos y ojos sobre él, que por mi propio maltrato ―aunque, eso sí, lo anduve trayendo por aquí y por allá―. Ahora no encuentro la parte de poesía, únicamente la prosa, de la obra de Renato Leduc seleccionada por su propio autor ― en la editorial Diana, que tuvo el atino de publicar su “Prometeo sifilítico”―. No recuerdo cómo llegó a mis manos. A lo mejor me lo vendió un librero-poeta cuando ya estaba entrado en mezcales, un día de exceso y poesía o de recogimiento y lectura, de todos modos habría valido la pena sólo por el encuentro con las letras de Renato Leduc.
Renato Leduc
Que una mujer te abandone a la suerte de la noche defectuosa, yéndose de viaje al infierno más entrañable de este mundo: Cuidad Juárez; la soledad hizo que el animal que traía por dentro me mordiera el corazón y lo hiciera sangrar ―rescatando de aquella marea los versos del primer poeta que conocí cuando yo era chamaco y al primer hombre que fui a su entierro, llamado Pedro Zamora―; aquella borrachera fue a conciencia de afrontar las heridas y a través del alcohol cauterizar las propias llagas; y  lo demás podría sobrar.

Todo comenzó por circunstancias azarosas, por orbitar en el azar de toda circunstancia. Como todavía no comienzan los Miércoles Itinerantes de Poesía, de pronto me encontré el miércoles 18 de enero con un boleto para asistir a la inauguración de la exposición de arte público “Raíces” del escultor Rivelino, en el Museo Nacional de las Artes ― Munal, como se le conoce desde 1982―. Cuando salí del metro Bellas Artes, caminé por el ya conocido pasaje de libros, donde aún podemos encontrar al mítico Pancho Zapata y al cuentista Martín Real, entre otros personajes literarios del centro histórico. Ahí estaban los dos en la penumbra, acomodando en cajas los libros que no vendieron ese día, formando parte de ese encadenamiento de asombros que hacen posible la literatura. Sin embargo no me detuve a saludarlos, me conozco. Sé que empiezo a charlar y que el tiempo se vuelve como cerveza o tinto, más espesos que el agua pero para los sedientos eso es lo mismo.

Cuando atravesé el pasaje de libros, a un costado del Palacio de Minería, descubrí que el edificio del Munal ha sido “intervenido”, pero no me detuve a ver la propuesta del artista. A la entrada muestro mi salvoconducto y me dejan pasar sin problemas, pero efectivamente corroboro que el acceso es sólo con invitación. Esto me sorprende, les llamo a mis amigos para que se abstengan de venir, pues en ocasiones resulta que aunque se anuncia como evento exclusivo, a la mera hora dejan entrar a toda la banda ―así me sucedió en la Cineteca, con la premier de una película “Las razones del corazón” de Arturo Ripstein― pero esta vez no. Ulises me dice por celular que están al fondo de una cantina, por lo que no me escucha bien, pero que al rato van a asistir la presentación de un poemario.

En el patio del Munal, conocido como el Patio de los Leones, todo está dispuesto para sentirse parte de una élite. A la entrada, chicas güeras, hijas de damas convencidas de que son de alcurnia, no “condechis” de ocasión, sino aspirantes a vivir en Las Lomas, ensayan gracias para atraer a algún ricachón altruista o simplemente sentirse en un “castillo de la pureza”. No todos son así, sólo a la entrada me parece oler ese perfume rancio del fantasma del Porfiriato. En general, el ambiente es tedioso. Hay susurros, risas y las poses snobs que nunca pasan de moda. Al fondo de cada lado del patio, dos mesas generosas de botellas y meseros que están a la orden. Empiezo con tinto, al principio mesurado, pero a la tercera copa, un mesero prefiere llenármela.

Luego vinieron los bocadillos, divino escabeche, empanaditas de mole. Todo esto con los recursos públicos, por supuesto, vilipendiados por la institución cultural. Con el primer whisky me cansé de mirar a la gente tan airosa y mejor alcé la vista. Ahí estaba Venus, el único cuerpo del cosmos que se alcanzaba a vislumbrar. El Patio de los Leones, imponente en sus dos primeras plantas, en la tercera está sostenido ya no de las severas columnas clásicas ―aunque falsas, porque están integradas al muro del edificio―, sino de columnas con un estilo ecléctico que juegan a ser la excepción ―porque son verdaderas y sostienen arcos, mientras en las dos primeras plantas los techos son planos― como diciendo: esto está hecho para quienes decidan alzar la vista y dejen a un lado tanta banalidad almidonada.

Brindé a la salud de Silvio Contri, arquitecto del antiguo Palacio de las Comunicaciones y al segundo whisky decidí partir, no sin antes intercambiar opiniones a la salida con un junior hipsteroso ―el único con el que crucé palabras― a quien le terminé donando un libro de poesía, puesto que al final le tocó escuchar todos mis reclamos y qué puedo hacer sino condensarlo todo en una sola frase: intervenciones públicas y cocteles privados. En eso puede sintetizarse la política cultural de este sexenio, a pesar de que el propio Munal declara que el espacio del Patio de los Leones está destinado “para disfrutar conciertos, presentar ferias de libros y diversos tipos de actividades culturales”. En ningún momento se dice algo de las reuniones de alta sociedad con funcionarios oportunistas, pero sólo falta ver para qué han utilizado los recintos históricos, como el Castillo de Chapultepec ―desde las tramas palaciegas de Vicente Fox y hasta la farsa del pacto por la paz suscrito por Felipe Calderón―. El Museo del INAH al que en más de una ocasión no pude entrar porque se iba a llevar a cabo un evento privado; o los recursos para la “Estela de Luz”, que sólo han dejado mierda gustativa, defecada por los festejos del Bicentenario.


“Deberías haber platicado con Rivelino, ahí estaba al lado de ti”, me alcanzó a decir el junior hipsteroso, mientras en la embriaguez las “raíces” blancuzcas que salían por algunos ventanales de la fachada del Munal, con la aparición de la luna se tornaron en tripas de gato ―con las que hacen violines― o espermas gigantes bicéfalos ―con los que uno de plano se tira al delirio―. Para encontrarme con mis amigos ―aclaro que no todos eran poetas― tomé camino para el Corredor Regina, todo el Eje Central.

Rostros, rastros, restos, rastrojos frente a la sensación plena de que el mar se adentraba. Me había dicho Ulises que iban a estar en la presentación de un poemario, en el bar La Bota. Granda me lo confirmó en un mensajito. Un poemario para abrirse paso entre la noche. Cuando llegué, no sin antes perderme “entre calles y árboles y nombres y meses” ―como solía decirse Cortázar cuando escribía Rayuela―, el  lugar estaba en pleno punto de ebullición. Unas mesas apretujadas al centro señalaban el punto de encuentro con la poesía. Y ahí estaban mis amigos, camaradas, mis ajenos y no sé si mis enemigos, pero me pareció verlos a todos, entre los artilugios dispuestos en las paredes del lugar.

Y disculpen la empatía con Absenti o Los Bastardos de la Uva, pero llegué bien pedo. El amor por una mujer ausente ya me había exasperado. Aunque a diferencia del primero o los segundos, no soy totalmente virtual y nunca me he considerado un bohemio empedernido, es decir, totalmente inofensivo o un “acólito del alcanfor”. Demasiado bullicio distrae para escuchar poesía, sobre todo si en un coctel privado has bebido el equivalente a todo el vino de honor en una presentación pública. Pero no lo vuelvo a hacer, se los juro. Uno no siempre tiene la posibilidad de embriagarse sin un sólo centavo y a expensas del Estado, como me ocurrió en aquel coctel privado de Rivelino.

Ya entrado el evento, de manera accidentada me acomodé justo enfrente de la mesa donde se llevaba a cabo la presentación. Ahí se habían instalado mis amigos. Saludé efusivamente a Granda y Ulises, también a Alina Hernández ―quien casi le arrebatara el triunfo a Hortensia Carrasco en la final del Torneo de Poesía 2010― y mi carnal Jesús, mientras la lectura continuaba. Frente a nosotros y a los lados, editores y poetas de distintas órbitas, pero casi todos cósmicos. “¿Desde cuándo los museos son privados, Ulises?”. Pero él me señala que ya está la presentación del libro, que ha comenzado desde hace rato, por lo que tenemos que adoptar una actitud ―¿digamos?― más solemne.
Los que asisten al bar por casualidad están en lo suyo, mientras el público se conforma por un puñado de mesas atendiendo la presentación. Guardo como una anforita mi propio bullicio. Está presentando su primer poemario Emmanuel Viscaya, en edición de 150 ejemplares. El vate estuvo leyendo en el segundo miércoles de poesía del 18 de mayo de 2011, en el Café La Karakola, junto a Svetlana P. Garza ―quien a pesar de su calidad poética sólo llegó a Octavos de Final en este último Torneo de Poesía―, donde aquella ocasión Viscaya leyó un poema donde dice:

“Me acepto por completo,/ soy un cerebro que siente que flota en el aire…/ reconócete y dime,/ hola cerebro,/ soy un cerebro,/ hola cerebro,/ hola cerebro,/ hola cerebro,/ hola cerebro,/ y somos yos/ y somos el cráneo/ y somos el núcleo en la prisión del cráneo”.

Entonces había detectado la repetición no sólo como un recurso, sino como una manera de escribir de otros poetas jóvenes que he escuchando en los circuitos de poesía en voz alta, lo que se reafirma a la hora de abordar el texto impreso. ¿Hay algo nuevo en esto como propuesta poética? Omar Soto señala en su crítica a los poetas que participaron en aquel miércoles de poesía, que este efecto es una postergación del poema, a riesgo de caer en el instructivo. Tal vez esa sea la intensión del autor, revelar los pasos por los que intenta entrar a la poesía. Sin embargo, en la poesía como en la vida, los instructivos son falibles y lo que importa es el hadware y no el software.

Quise ignorar el detalle de la aliteración en Viscaya, pero no pude, como no lo he podido hacer con otros poetas jóvenes. En el poema “El instante del relámpago”, se insiste en la palabra “relámpago” en aproximadamente 13 versos de 51, durante casi dos minutos de lectura del poema, donde aparecen redundancias como “el trueno del relámpago…/ configuran el sonido de aquel trueno impresionante del relámpago”; metáforas a mi consideración endebles, como: “Y el relámpago es el flash para una foto”…/ “y después el clic que disparó al /relámpago”, son demasiado predecibles.

A mitad del poema sentí que el relámpago se había partido. El bullicio hizo estragos dentro de mí. Tuve que salir a tomar aire fresco. Me acerqué a la fuente, a un costado del Claustro. Algo que los árabes saben hacer a la perfección, le dije a Ulises, es el placer de escuchar cómo corre el agua. Uno se imagina que están en el desierto y que el surtidor sólo es un espejismo, pero cuando se llega ahí, te das cuenta de que el sueño es real. A ese abrevadero me gustaría llegar en lo que respecta a la poesía. Me uní al correr de la fuente. Viscaya tiene que explotar la veta cósmica, es un poeta que se ha arrojado hacia el cielo y en el espacio flota en su nave sideral, esperando fundirse con el polvo inmemorial de la poesía. Así se lo dije a Granda mientras tomábamos camino al metro, pues nadie de los asistentes nos invitó para seguir la fiesta.

“Ahora sí se te salió lo infrartur, carnal”, me dijo Jesús, no porque haya escandalizado, sino porque opiné demasiado alto durante la presentación. No sé si me esté quedando sordo. Probablemente he adquirido el acento fronterizo que yo mismo he considerado una afrenta, pero del que ya no puedo distanciarme.

Aunque sí había un motivo de inconformidad, porque alcancé a decirle a Ulises: “Se repiten demasiado. Y luego dicen que ya no es posible escribir poesía”. Con la cruda del siguiente día, leí de nuevo tanto el poema de Viscaya como un artículo de Aurelio Meza publicado en la revista La Piedra ―la cual llegó a mis manos por su director, Diego Guadarrama, durante la segunda Feria de editoriales y revistas Independientes en Cuernavaca―, donde expresa una opinión muy diferente respecto a la repetición como recurso poético, donde afirma que después de haber visto un video por internet, la repetición ejercida por un miembro de la Red de Poetas Salvajes, Víctor Ibarra, constituye un antes y un después para la poesía mexicana. Ibarra repite sucesivamente “yo soy el petróleo” en el plantón de SME como escenario de fondo y con esto Meza declara el principio tradicional de la ruptura.

Cuando Jorge Cuesta leyó “Muerte sin fin” de José Gorostiza, afirmó que la generación de Contemporáneos había llegado a su culminación, pero nunca consideró que con este acontecimiento se daba por concluido el devenir de la poesía, sino que únicamente lo enmarcó dentro de los límites creativos de los miembros de un grupo: el suyo. La apreciación de Meza, quizá debiera aplicarse más en este sentido, más gregario que de excepción, pues la aliteración usada de manera efectista es una constante donde se identifican y comulgan las poéticas de jóvenes como Ibarra y Viscaya, entre otros.

Si bien Adorno después del Holocausto y los campos de concentración consideró que seguir escribiendo poesía era un acto de barbarie, un genocidio aún mayor había sido advertido por Oswald Spengler en su libro “La decadencia de Occidente”: la cultura mesoamericana de la cual provenimos. Y sin embargo, la poesía subsiste, como aquél que después de una destrucción atroz, de las ruinas levanta un ladrillo y dice: aquí está mi casa. Cuando alguien cierra el libro otro escribe; cuando alguien calla otro escucha. Siempre será posible la poesía.

Lo que ya no era posible fue seguir con esa cruda que habían dejado los últimos mojitos que bebí en La Bota y la desvelada de tres días. Pero la cruda ayuda como dice Eusebio Ruvalcaba: “simplemente porque coloca al lector en el umbral de la muerte./ Algo que un abstemio nunca podrá sentir./ Entonces se lee sin complacencias”. Ah, como me gusta la mala vida, que me puse a leer de nuevo el poema de Viscaya, por internet. Entonces sí que tuve una visión: T.S Eliot gritándole al relámpago en medio de la bruma de su tierra baldía. Desde los años veinte retumba la repetición en la poesía, vanguardista, de novedoso tiene lo que mis zapatos de andado, aunque siempre por distintos caminos, como siempre tendrá algo distinto la manera de presentar este recurso literario. Lo importante es ser sincero. Yo también me he revolcado con ella y esta evidencia a veces me encabrona. 

Por lo tanto, las palabras aquí vertidas probablemente se considerarán como las viles opiniones de un borracho.


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